"El sueño del celta", de Mario Vargas Llosa.
La verdad es que no me gusta la ideología liberal. Pero, al Mario lo que es del Mario, no sólo disfruto como un chino con cada una de sus obras: también simpatizo con los planteamientos éticos detrás de las mismas. Explícitos o no.
Para más inri, tampoco simpatizo demasiado con los nacionalismos ("desarraigo", me han diagnosticado. Exceso de viajes y mudanzas en la vida) y resulta que el "sueño del celta" es el de un patriota irlandés, rabiosa, radicalmente nacionalista, Sir Roger Casement (Dublín, 1864 - Londres 1916), ennoblecido primero y ejecutado después por la Corona Británica.
Sir Roger fue uno de primeros europeos que tuvo conciencia (o uno de los primeros que demostró que le importaba) de las arbitrariedades (una palabra probablemente muy suave) de las potencias europeas en los países colonizados. Casement viajó al Congo Belga a los 19 años, con la cabeza llena de "pajaritos preñados". Ahí descubrió y denunció las barbaridades del sistema colonial belga, donde las autoridades practicaban la tortura, mutilaciones, castigos corporales y asesinatos.
Luego, ya famoso, trabajó en Liberia, fue cónsul en Maputo y en 1910 fue enviado por el Foreign Office al Perú, a una explotación cauchera en la Selva del Putumayo. Ahí descubrió una serie de abusos y tropelías en todo semejantes a las que había conocido en el Congo. Al regresar a Europa (tras denunciar y echar a pique a la empresa responsable de los abusos), Casement se involucró con la causa de la independencia irlandesa, cometiendo el error de pactar con los alemanes cuando empezaba la I guerra mundial. Fue condenado por traición (y por homosexualidad) y condenado a muerte.
Todo esto, narrado con la pasión y el talento del Nóbel peruano. Liberal, sí. Pero con méritos literarios y morales para ser disculpado por ello.
"Los detectives salvajes" de Roberto Bolaño.
Hace ya bastante tiempo, al leer "2666", catalogué al chileno Roberto Bolaño como uno de los mayores escritores de nuestro idioma. O de cualquier otro (puedes encontrar la reseña en "Libros").
Esta otra novela, "Los detectives salvajes" es algo anterior (Premio Herralde en 1998 y Rómulo Gallegos 1999) y no es tan redonda como la otra, a mi juicio, pero sigue siendo una gran novela. Cuenta las aventuras y desventuras, el entorno, el paisaje intelectual y social, de Arturo Belano, Ulises Lima (dos poetas del "realismo visceral", trasunto del infrarrealismo, movimiento en el que militase el propio Bolaño) y de pintoresco entorno humano.
La acción transcurre entre 1975 y 1996, en México DF, en París, en Barcelona, en Israel y en los más diversos lugares del mundo y la narración, magistral, es de carácter coral, tan variopinta como el paisaje.

Remarcablemente lúcido. Este libro es una lectura casi obligatoria para todos aquellos para quienes le interese el tema de un Dios personal, a quienes lo hayan vivido en carne propia, a quienes hayan sufrido -sin abandonar el sentido del humor, al amor a la vida y muchas veces sin perder la fé-, las mil y un alienaciones impuestas por nuestras respectivas religiones. "Cada paja adolescente, recuerda Shalom apesadumbrado, suponía un asesinato en masa de tantos millones de espermatozoides como tres holocaustos”… ¿Podrías mejorar eso? Aunque parezca paradójico, estoy convencido de que todos podremos identificarnos con los problemas religiosos de este fervoroso judío. Es una lectura... inevitable.
"Una breve historia de casi todo." de Bill Bryson.
Algunos críticos han cuestionado el rigor científico de la documentación manejada por Bryson en esta obra. Aún así, el libro es tremendamente entretenido y casi inadvertidamente didáctico.
Entre anécdota y anécdota hilarante, a través de gran la historia y pequeñas anécdotas de científicos e investigadores de todas las épocas y todos los ámbitos, Bryson va distribuyendo generosas raciones de información relevante e interesante. El libro es breve, por lo que no se hace pesado ni para los menos pacientes con los libros de divulgación científica. Te lo recomiendo.
"1Q84", de Haruki Murakami.
Murakami, ya te lo he dicho al comentar alguna de sus muchas novelas, es siempre fascinante. EN 1Q84 prueba, una vez más, su insólita habilidad para combinar el realismo y los más complejos sentimientos humanos con una desbordante exhibición de fantasía. De hecho, a veces, la única diferencia con una obra de CF, es la absoluta carencia de rigor científico (que en ningún momento pretende). 1Q84 es una "versión", una realidad paralela, un universo alternativo al 1984 orwelliano. El sórdido "Gran Hermano" es sustituido por la "Litel pipl", tejedora de crisálidas de sueño y poseedora de un inmenso poder desconocido para la gente. Dos lunas brillan en el firmamento para recordarle a los personajes que ya no están en su mundo original. Los dos grandes protagonistas de las dos primeras partes del libro (la 3ra ha salido en estos días) son Aomame, una asesino a sueldo enormememente idealista y Tengo, un joven escritor inédito. No te la pierdas, mientras busco el tercer tomo.
"Peter Pan de rojo escarlata" de Geraldine McCaughrean.
Bueno, no siempre puedo ser afortunado con mis selecciones, ¿verdad? Este libro, netamente infantil, lo adquirí porque "Peter Pan", el original, siempre me ha parecido una obra formidable. Como quizás sepas, J.M. Barrie, el autor del libro original, donó los derechos del mismo al Great Ormond Street Hospital, un hospital para niños, que decidió convocar un concurso público para escribir la 2da parte del cuento. Este libro que hoy comento resultó ser el ganador, recibió un buen premio en metálico y mucha publicidad pero, francamente, no vale la pena.
"Grandes Simios" de Will Self.
Aquí no me falló el instinto lector. Una obra divertida y cachonda donde las haya. Un artista británico, un pintor, vive una singular metamorfosis. Pero en vez de en un escarabajo, se convierte en chimpancé, en un mundo en muchos aspectos idéntico al nuestro, pero habitado por chimpancés evolucionados. Los comportamientos sociales son muy distintos a los nuestros (Self parece bien documentado sobre el tema), pero con muchos defectos que nacen de sus propias peculiaridades... y otros compartidos, en versiones "sui generis". Discriminan a los bononos, por ejemplo. Y mantienen a los humanos en parques zoológicos. Leyéndolo, uno cobra conciencia de algunas barbaridades del género humano, sin duda. Pero Self nos dice, también, entre carcajadas, que tampoco somos el peor animalillo de la creación. Gracias Will.
"El Hotel Encantado" de Wilkie Collins.

Otra decepción. Y en este caso no fue un problema de instinto o mala suerte. Me había gustado todo lo que había leído de este autor, "La Piedra Lunar", "La Dama de Blanco", "Armadale"... y me entusiasmé al encontrar este pequeño librillo (Collins es un autor de obra muy vasta). Pero "El Hotel Encantado" carece de todas las virtudes que hacen atractivas las novelas antes mencionadas. Y la arrogancia del británico de su época resulta particularmente chocante, quizás por la ausencia de virtud narrativa alguna que la compense o equilibre. El "plus" fantasmagórico, metafísico o parapsicológico, por cierto no le ayuda nada.
NOTA: como verás, el libro costaba 2 ptas, en una de sus primeras ediciones españolas.
Los temas del "futuro posthumano" y la "revolución biotecnológica" con los que cierra su articulo Fukuyama, están extensamente tratados en un fascinante ensayo de Ray Kurtzweil, "The law of Accelerating Returns". Según Kurtzweil, el desarrollo tecnológico / informático es exponencial y está a punto de transformar esencial y definitivamente la humanidad. De hecho, quizás hasta cambie el concepto mismo de "Humanidad". Porque (de ser correctas las predicciones de Kurtzweil, y no parecen del todo desencaminadas) en pocos años (a partir de 2040, para ser exactos), el mundo cambiará más... que desde el momento en que bajamos de los árboles. Sin exagerar ni un ápice.

¿Cómo ganarse un comentario de esta índole? Describiendo, en unas trescientas páginas, la historia del universo, desde el "Big Bang" hasta el final de la entropía, pasando por la historia de todas las civilizaciones que lo habitaron a lo largo de los eones, pasando por las culturas interestelares, pasando por la mentalidad galáctica, por las nebulosas vivas... Y siempre intentando descubrir al Hacedor de Estrellas.

No gracias.

de Fernando Savater.

Hace años que un libro no me producía tanto placer. Difícil dejar de leerlo. Pero difícil, además, sin permitirme cualquier veleidad de lectura rápida. "2666" ha de ser saboreado párrafo a párrafo, frase a frase. El "placer de la lectura", al fin, cobra sentido. Bolaños -lamentablemente prematuramente fallecido- es, fue, sin duda alguna, uno de los más importantes escritores de nuestra lengua. O de cualquier otra. El tema central no es complejo. Pero hay novelas dentro de novelas, muñecas chinas, palimsestos.... Lo más parecido a la novela total, que se permite una parrafada de dos páginas sin un solo punto (y, casi-casi, sin que llegues a advertirlo) para pasar a un diálogo ágil y chispeante, despliega erudición sin pedantería, incorpora un toque de poesía y otro de ciencia ficción, súbitamente es humorista o historiador, interrumpe un complejo razonamiento con una descripción sutil o una anécdota trivial y recupera el hilo narrativo sin exhibir pirueta alguna y sin obligar al lector a ninguna acrobacia para seguir la lectura. Y exactamente la misma destreza, agilidad, riqueza de recursos, exhibe en su estilo. Como el piloto de la nave espacial de un juego de realidad virtual al penetrar en una lluvia de asteroides, maniobra con pasmosa, casi increible agilidad saltando de una metáfora a una enumeración, del coloquialismo a la erudición, del diálogo hiperrealista al monólogo interior de uno de los personajes y de ahí al comentario del autor. Y pasa de una cosa a otra sin que se noten las costuras, sin alterar el ritmo narrativo, sin permitirse, en ningún momento, lucir como un experimentador formal. Sin exigirle paciencia, erudición, y amor a la literatura experimental al lector, ya sabes. Como Julián Ríos, a mi entender. O incluso aquel ya lejano Carlos Fuentes de "Cambio de Piel", no se si estoy siendo justo.
Uno de estos bloques narrativos, el más duro para el lector, que duda cabe, es aquel dedicado a los asesinatos en serie de Santa Teresa (trasunto de Ciudad Juárez. Busquen en Internet, investiguen por favor). Decenas y decenas -probablemente más de un centenar, no los he contado- de asesinatos descritos fría, metódica y suscintamente. Hasta hipnotizar al lector. Hasta acostumbrarlo a la pesadilla. Hasta demostrar que la reiteración ilimitada del horror es capaz de anestesiar cualquier conciencia, cualquier sensibilidad.
No dejéis de leer a Bolaño.

Octavio Paz.
W.B Yeats.
Obra indiscutible de la literatura universal El Genji Monogatari o La novela de Genji, de Murasaki Shikibu, es la gran novela, la novela de referencia de la literatura nipona. De hecho, una de las primeras novelas, en sentido estricto, de la historia de la literatura y, desde luego, la pionera absoluta de las novelas psicológicas.Escrita a principios del siglo XI, se anticipa seis siglos a las obras de Shakespeare o Cervantes. Y, como ya habéis visto, autores como Borges o Yourcenar, la consideran a la altura de cualquiera de ellos. En el marco sensual y elegante del Japón imperial Heian-Kyo, la novela de Genji nos sumerge en las aventuras cortesanas y amorosas de Genji, "el príncipe resplandeciente", y las de sus descendientes.
Aún así, con tan ilustres "sponsors", no es fácil juzar, ni al autor ni a la cultura que lo parió. Y es difícil decidir si algunas cosas responden estrictamente a patrones y diferencias culturales o son achacables a la sensibilidad de autor.
Por supuesto, que los japoneses celebren con una fiesta el florecimiento de un cerezo me parece hermoso.
Pero confiese que me mosquea un poco que la Emperatriz, invitada al evento, permanezca en todo momento aislada dentro de un recinto de cortinas y biombos que impide que la vean y limita, sin duda alguna, su propia posibilidad de admirar el cerezo recién florecido.
El héroe, Genji, es tan hermoso y baila tan bien que hasta sus enemigos, varones, lloran al contemplarlo. Y díganme, es eso sensibilidad o sensiblería.
Genji viola una y otra vez a cuanta mujer hermosa se le pone a tiro. Ninguna se resiste, claro. Él es un hermoso aristócrata, amén de hombre. "Toda resistencia es fútil". Y claro, posiblemente este punto de vista no pueda achacarse a la autora, sino a la cultura japonesa de la época. Pero en ningún momento Murasaki cuestiona -ni siquiera con una tenue ironía- los sagrados derechos de Genji.
Otrosí. Toda persona educada puede y debe escribir poemas. Personalmente, sospecho que una tal cultura nos obligaría a escuchar una gran cantidad de ripios e idioteces, pero supongo que la intención es loable. La vida palaciega es una constante competición de ingenio, poesía, pintura y música. Pero al mismo tiempo, coexistiendo con tanta "sensibilidad", el desprecio al más débil, al pobre, al poco dotado, es absoluto. De hecho, se desprecia la debilidad, la pobreza, las limitaciones...
En un momento dado, Genji se... ¿enamora" de una niña de diez años, a la que secuestra para educarla, con el fin de convertirla luego en su mujer. No, el asunto todavía no es explícitamente sexual. El no yace con la niña, no la posee. Pero le niega cualquier contacto con su padre y, durante años, la moldea a su capricho. ¿Es mi sensibilidad occidental la que protesta?
Sí, por supuesto que la obra es adelantadísima para su tiempo. Estilísticamente, es casi una novela, pero edificada sobre la armazón ética de una sociedad que me resulta particularmente ajena. ¡Tanto desprecio explícito a todos los que no sean de la más alta nobleza! Cito a Murasaki: "Incluso despreciables hijas de gobernadores, muchachas en las que él no se dignaba reparar...".
Dicho esto, por favor, léanla.
Apasionante el libro de "Jofe" del Giorgio (aunque me temo que dará alas a las pretensiones independentistas de los vascos españoles, con las cuales no simpatizo de forma alguna). En particular, cita como ejemplo de erudición a Sabino Arana, obviando sus numerosos atentados contra la más elemental decencia política e intelectual. Pero no puedo permitirme olvidar que eso no excluye la posibilidad de su erudición antropológica. Tampoco Celine o Heidegger tienen curricula impecables. Y Del Giorgio, desde luego, no es responsable de las ideas políticas de Arana.
Jofe empieza ganándose las simpatías de todos los lectores de Asterix insinuando la posibilidad de que aquel puñado de "irreductibles galos" fuese, en realidad, un grupo de vascos (de hecho, todos los grupos celtas -entre ellos, los galos- estarían emparentados con ellos). Y no sólo eso: tal parece que la Iliada, la Odisea y la Eneida están basadas en las hazañas del mismo grupo étnico, el más antiguo de Europa (entre 5.000 y 40.000 años). Y la Canción de Rolando (los vascos habrían impidido la conquista de España por parte de Carlomagno, facilitando -por otro lado- la perpetuación de la dominación árabe en la península). Tampoco cabe duda que D'Artagnan fuese vasco (gascón). Y Cyrano de Bergerac.Pero me apresuro a señalar un punto. Aunque soy radicalmente anti-machista, asumo los valores del feminismo como opuestos a la grosera, zafia y desconsiderada imposición de los valores masculinos. Y debo señalar que nunca asumiría el Reverso Tenebroso del machismo. Es decir, una imposición igualmente injusta de los valores, derechos y privilegios de la mujer. Y de la obra de Jofe parece inferirse que era esa la situación en el mundo "euzco", pre-ario. Tampoco quisiera vivir en un mundo como ese. Podríamos incluso aventurar una interpretación dialéctica, según la cual el actual machismo sería la "antítesis" de una previa dictadura feminista. Y esto nos permitiría soñar con una -ojalá y próxima- síntesis de equilibrio.
Por otro lado -confesando a priori mi propia ignorancia y en espera de ulteriores aclaraciones de Jofe- no he logrado eludir la impresión de que gran parte de sus apasionantes tesis tienen un marcado carácter especulativo. Los "todo parece señalar", "parece que", "muchos autores señalan que", "es muy probable", "no sería descartable", "se deduce que" y todo este tipo de construcciones gramaticales no sólo abundan, sino que marcan decididamente el paisaje intelectual de la obra. Aunque me apresuro a señalar que toda esta red de especulaciones está muy bien trabada, ninguna de ellas parece ser trazada a la ligera, todas suenan coherentes y consistentes (amén de fascinantes). Jofe deja sin demostrar fehacientemente gran parte de sus osadas afirmaciones, lo cual no le quita un ápice de interés.
Juro estar pendiente de la próxima obra de Jofe, para devorarla con la misma avidez.
Aún así, mis sentimiento sobre Aymerich son ambivalentes, incluso contradictorios. Porque tengo la impresión de que Evangelisti es condescendiente con su personaje. Establece distancias, sí, con el mundo y la ideología nazi. Los critica, los somete a juicio. Pero en ningún momento hace lo mismo con la Inquisición y con su brazo ejecutor. No sé: me siento algo incómodo al leerlo.
“Diarios y Correspondencia de Lev Tolstoi"
de Christopher Domínguez Michael.
Le roman russe provocó gran escándalo y el paladín del nacionalismo literario, Jules Lemaître, salió a defender a la novela francesa de la infección, preguntándose qué tenían Dostoievski y Tolstói (y el celebérrimo Henrik Ibsen, primo noruego) que no tuvieran los autores franceses. Poco o nada pudo argüir Lemaître contra la ola rusa, acrecentada con el estreno en París de El poder de las tinieblas (1886), la obra teatral de Tolstói. A fines de la década de los ochenta, La guerra y la paz, Anna Karénina, Los hermanos Karamázov y Crimen y castigo estaban traducidas al francés y al inglés. Pronto empezaron a circular en español y en italiano y el crítico danés Georg Brandes las presentó en alemán tras habérselas recomendado vivamente a Nietzsche.
Es interesante repasar “De la influence récente des littératures du Nord”, el artículo de Lemaître sobre los rusos, una defensa un tanto numantina de una idea que se estaba agotando (la literatura nacional) y un llamado a detener un “cosmopolitismo” que amenazaba con arrumbar entre los trebejos el primado espiritual de Francia. Vogüé le respondía que Dostoievski y Tolstói, a diferencia de Émile Zola, no sólo denunciaban la explotación social, el ateísmo y el materialismo de las sociedades modernas, sino que ofrecían un bálsamo espiritual. E iba más lejos, destacando cómo operaba, en el realismo ruso, un recubrimiento “místico” de la realidad que al principio era invisible pero que terminaba por imantarlo todo. Esa religiosidad deslumbró a los lectores occidentales, fastidiados de la época supuestamente científica y positiva, fría y mecánica, que les habían enseñado a desdeñar como la negación del calor de hogar de esta o aquella tradición perdida. Frente a la archiconocida oferta católica, que entonces se sofisticaba reclutando a los poetas malditos, los lectores encontraban en el genio ruso algo más fascinante que el orientalismo: lo extremadamente occidental, una cristiandad desdoblada, fantasmagórica y por completo dramática.
Las primeras décadas del siglo XX fueron de Rusia y de su “misticismo”, que, volcado desde un principio hacia la crítica política y social, se coronó con un acontecimiento universal de orden religioso que Dostoievski y Tolstói (de maneras distintas y complementarias) habían profetizado: la Revolución rusa, cuyo capítulo final, en octubre de 1917, fue obra de V.I. Lenin, un astuto lector de Tolstói. La historia de las relaciones entre los revolucionarios rusos y la literatura ya ha sido contada (magistralmente, por Edmund Wilson e Isaiah Berlin) pero quizá, a propósito de la recepción de estos autores, sirva citar algunas líneas del cuaderno ruso de William Somerset Maugham, que comienza así: “1917. En este año fui enviado a Rusia en misión secreta. Así fue como tomé las siguientes notas... Rusia.
He llegado a sentir un interés por Rusia, probablemente por las mismas razones de mis contemporáneos. Lo más evidente es la imaginación rusa.”
Víctima de las ondas expansivas de la ola, Maugham se preguntaba lo mismo que los críticos franceses treinta años antes: por qué la imaginación rusa causa “una emoción diferente de la producida por las novelas de los demás países”, por qué la novedad de Turguéniev, Dostoievski y Tolstói lo habían llevado a traicionar a Thackeray, Dickens y Trollope, que, junto a los rusos, le parecían fríos y artificiales. “La vida que retratan los novelistas franceses e ingleses”, dice Maugham en Cuaderno de un escritor (1949), “es una vida familiar; y yo, como muchos de mi generación, estaba cansado de ella. Describían una sociedad fiscalizada. Sus pensamientos habían sido pensados demasiado a menudo. Sus emociones, incluso cuando eran extravagantes, eran de una extravagancia dentro de cierto orden limitado. Era una ficción para una civilización de clase media, bien alimentada, bien vestida y bien alojada, y los lectores estaban decididos a fijar bien en su cerebro que era verdad cuanto leían.”
Los escritores rusos, sostiene Maugham, lograban la complicidad del lector al grado de que sus novelas y cuentos resultaban tan familiares como sólo lo eran entonces los pasajes de la Biblia. Esa visión es la que estaba yo buscando para entrar a los dominios íntimos de Lev Nikoláievich Tolstói (1828-1910), quien, además de autor genial de La guerra y la paz (1865-1869) y de Anna Karénina (1875-1877), es probable que sea el más grande de los autobiógrafos. Los Diarios y la Correspondencia, que Selma Ancira ha seleccionado y traducido al español en una generosa tetralogía, quizá sean mucho más interesantes para nosotros que las vidas que Samuel Johnson y Goethe les contaron a sus amanuenses.
indiferente: lo que ocurre en la alcoba y se desparrama a través del sexo, el matrimonio, el dinero conyugal, la agridulce crianza de los hijos.
Los primeros fragmentos del diario los dio a conocer Chertkov, con fines apologéticos, en una selección titulada Del sentido de la vida, antología que se transformó en Diario de L.N. Tolstói en 1916. Tras el paso de los biógrafos que habían sido seguidores cercanos o traductores del escritor (como Paul Biriukov o el matrimonio inglés compuesto por Aylmer y Louise Maude), fueron apareciendo las ediciones críticas hasta llegar a la más completa, la de la Pléiade (1979), que en tres volúmenes incluye, también, los cuadernos de notas. La Correspondencia, a su vez, proviene de los últimos treinta y dos tomos de la edición soviética de sus obras (1928-1958), formada por casi todas las cartas de Tolstói, reunidas gracias al celo de sus hijos y de Chertkov, el San Pablo del tolstoianismo, quien instaló en Yásnaia Poliana, en 1901, una máquina copiadora de cartas, primitivo ingenio cuya forma de funcionar ignoro.
Ciertas condiciones materiales de la escritura conspiran para que los papeles de Tolstói se lean como si fueran públicos. Muchas de sus cartas (fuesen las que dirigía al zar o al más humilde o errático de sus admiradores) estaban expresamente escritas para copiarse de mano en mano o reproducirse en los periódicos, y sus diarios no eran del todo privados. Era costumbre que Sofía Andréievna y los más avispados de sus hijos los consultasen como bitácora familiar (y que Lev Nikoláievich hiciese lo propio con el diario de ella), al grado de que en 1908 intentó llevar un diario secreto que diera cuenta de la zozobra de su matrimonio. El hombre más famoso de Rusia (y una de las primeras figuras mediáticas de la historia) no encontró mejor lugar para esconder sus intimidades que en sus botas, donde la señora las encontró sin dificultad.
Tolstói no escribía su diario para que la posteridad conociese su verdadero ser, como es el caso monumentalmente patético de Amiel, el diarista suizo que tanto admiraba, ni tenía en su diario (como André Gide) la más auténtica (o sincera) de sus obras literarias. Tolstói escribía su diario con la rudeza rural y el desdén aristocrático del gran señor, como un acto de voluntad cuyas consecuencias escapaban a su cálculo y a su dominio. Y es que sólo se empieza a comprender algo del fenómeno Tolstói si se recuerda, como lo advierte A.N. Wilson al comenzar su biografía, que el conde fue un hombre libre, en el sentido feudal, como no lo fue ninguno de los grandes escritores de su siglo. A su lado, sus célebres colegas parecen esclavos y de alguna manera lo son: Walter Scott viviendo de su propio negocio de escribir novelas o Dickens dando charlas públicas o Dostoievski comprometiendo sus novelas por adelantado en los periódicos o hasta Flaubert, sometido a la regularidad de sus rentas. De niño –no una sino varias veces– Lev se dejaba caer, abrazado de sus rodillas, por las ventanas. Quería volar y volaba. Quería caer y caía.
La Correspondencia da inicio con una carta de 1842 dirigida a su tía Tatiana Alexándrovna Ergólskaia, la mujer, junto con su esposa, más importante de su vida. El primer Tolstói (y él parece saberlo de sobra) es stendhaliano y, al narrar sus aventuras, en 1851 como acompañante de su hermano mayor en las guerras del Cáucaso y en 1854 como oficial en la guerra de Crimea, se presenta como un muchacho insensible a la carnicería y como un filósofo distraído por vocación metodológica.
Como Fabrizio del Dongo, el heroecito de La cartuja de Parma en Waterloo, Tolstói va a la guerra a comprobar lo que será la materia de La guerra y la paz: que los acontecimientos humanos son inexplicables a la luz de un plan divino o de una teoría de la historia. En 1878, en una carta a N.N. Strájov, Tolstói critica al Cristo histórico de Ernest Renan y sienta las bases de su propia historiosofía: “el progreso es un logaritmo del tiempo, es decir, nada, la constatación de que vivimos en el tiempo [...] La verdad cristiana, es decir, la expresión más alta del bien absoluto, es la expresión de la esencia misma, es decir está fuera del tiempo [...] Si la verdad cristiana es grande y profunda, es sólo porque es subjetivamente absoluta” (Correspondencia, 1, p.329).

En una carta de abril de 1858 a un amigo, tras presumir de su agreste felicidad en Yásnaia Poliana, se dice a sí mismo: “tú colocaste tu termómetro en un punto tan alto que sólo en una ocasión pudo llegar hasta él la temperatura de la vida, y no quieres cambios que estén por debajo [...] mi termómetro va dando saltos, a veces sube, a veces baja, y verlo oscilar me produce alegría” (Correspondencia, 1, p. 154).
La temperatura de su vida subirá sin cesar al principio de los años sesenta, en el período de trabajo en La guerra y la paz y Tolstói será al mismo tiempo el afiebrado y su médico, en un estado de trance que no finalizará sino con su vida. Sólo la muerte precoz (Pushkin, M. Lérmontov, Chéjov), dice A.N. Wilson, impide que un escritor ruso se convierta en profeta: Gógol, Dostoievski, Leskov, Tolstói, Solzhenitsyn.
Las diatribas estéticas tolstoianas, fácilmente ridiculizables, no son tan sencillas como parecen, al grado de que René Wellek, en su Historia de la crítica literaria (1965), las coloca, no sin cierta malicia, entre las proferidas por los críticos conservadores. Creyente en la utilidad del arte y en la naturaleza emotiva de su transmisión, Tolstói, a diferencia de la escuela radical rusa, descreía absolutamente del progreso en las artes, proceso de distanciamiento legible en laCorrespondencia. Todavía en 1865 Tolstói le manifestaba a un crítico esa ambigüedad que sólo acabaría por resolverse en¿Qué es el arte? (1898): “Si me dijeran que puedo escribir una novela gracias a la cual se establecerían de manera irrefutable los puntos de vista que, en lo tocante a las cuestiones sociales, a mí me parecen correctos, no le dedicaría ni dos horas de trabajo; pero si me dijeran que lo que escribo lo leerán dentro de veinte años los que hoy son niños y que los hará llorar y los hará reír y hará que amen la vida, le dedicaría toda mi vida y toda mi energía.” (Correspondencia, 1, p. 234.)
En la Correspondencia, a su vez, vemos la evolución, perversa pero profundamente coherente, de los juicios literarios de Tolstói, que al confluir con su filosofía (o con su antiteología) llegarán a su célebre condena del arte de Shakespeare. En 1866 afirma que Victor Hugo lo había dicho todo sobre el destino y el carácter de la literatura europea y que sobrevivirá a lord Byron. Y si la muerte de Dostoievski le provoca una inmediata declaración de amor, ésta se verá manchada por la suspicacia cuando Tolstói le diga al filósofo Strájov –el más hondo y frecuente de sus corresponsales– que Turguéniev, a su manera un escritor perfecto, sobrevivirá, en el juicio de la posteridad, al autor de Los demonios.
No hubo en Tolstói un momento climático de conversión (aunque él tratará de hacer pasar como tal una pesadilla de muerte que tuvo en Arzamas en 1869) sino un lento y a veces regresivo proceso de convencimiento que en 1892, con la publicación de Mi religión y Mi confesión, resultará en la exposición pública de su doctrina. La no violencia, la condena de las iglesias establecidas y de las confesiones jerárquicas, la creencia en la divinidad de las palabras de Cristo pero no en la de su persona, la vocación ascética del burgués industrioso y el celo con que predica contra el sexo y la procreación no aparecen con el dramatismo esperado ni en los Diarios ni en la Correspondencia del gran señor anarquista. Durante los años 1871-1877 apenas escribió su diario y, aunque en 1878 se propuso sin mayor éxito continuarlo, sólo hasta 1881, el año de la muerte de Dostoievski (enero) y del asesinato del zar Alejandro II (marzo), Tolstói recuperó la continuidad autobiográfica. Esas páginas –las de los años ochenta– son fascinantes pues ponen al desnudo cómo su condena de la propiedad privada –más obra de su lectura de Proudhon que del estudio del Nuevo Testamento– se convirtió en una tragicomedia familiar: renunciando al cobro de sus derechos de autor y fantaseando con regalarle sus propiedades a los campesinos, Tolstói lograría la debida consecuencia entre sus ideas y sus actos pagando el costo de desposeer a su impaciente, imperativa y exasperada familia, en la cual las hijas se alineaban con él y los hijos con Sofía Andréievna. Al final se negociaron soluciones de compromiso poco satisfactorias para las partes, como que sólo los libros impresos antes de 1881 circulasen libremente.
El lapso posterior a Anna Karénina es el del rompimiento con la Iglesia ortodoxa y, una cosa como consecuencia de la otra, el de la escenificación de una crisis conyugal que convertirá a los Tolstói en el matrimonio más desastroso de la historia. O exitoso, si se toma en cuenta que de Yásnaia Poliana salió una renta para mantener a un par de generaciones y una verdadera industria originada en la primera edición de las obras completas de Tolstói y diseñada y llevada a cabo por Sofía Andréievna, amanuense, ama de casa, jefa de relaciones públicas. Mucho antes de que se escribieran biografías de las mujeres de los grandes hombres se sabía lo que los Diarios corroboran: que la verdadera heroína en la vida de Lev Nikoláievich no fue, por supuesto, Anna Karénina sino Sofía Andréievna, una mujer culta y práctica que vivió permanentemente embarazada (tuvieron más de diez hijos), sometida a los exabruptos de su marido como santón, a la corte de los milagros compuesta por los excéntricos de todos los rincones del universo que se establecían eternamente en Yásnaia Poliana e impelida a luchar, palmo a palmo del terreno, con el bienamado Chertkov, por la posesión del alma del novelista.
Tolstói pinta a Sofía Andréievna, en los Diarios, como ejemplo de la inferioridad intelectual de todas las mujeres.

Nacido tres años después de la rebelión de los nobles decembristas y muerto apenas siete años antes de la Revolución rusa, Tolstói ha tenido una influencia intelectual (para no hablar del legado literario) enorme y duradera. Su pacifismo, tras las guerras del siglo pasado, lo comparten millones, lo mismo que su escándalo ante la explotación, la mugre industrial de las ciudades o su lucha contra el alcohol y el tabaco. Sólo su puritana (por filistea e hipócrita) abominación del sexo lo vuelve un extraño entre nosotros. No olvidemos tampoco que fue un anarquista práctico y durante la hambruna de Samara en 1891-1892 recuperó parte de sus derechos de autor para invertirlos en las tareas de socorro que encabezó con eficacia. Tolstói logró parar a Rousseau sobre la tierra y fue, para las iglesias de Oriente y de Occidente, un enemigo aun más corrosivo que Voltaire, el viejo Voltaire con el que el joven conde soñaba salir a caminar por las calles. Mientras que muchos clérigos (cristianos y no cristianos, como dice A.N. Wilson) buscaban, hacia 1900, hacer concordar la doctrina de Darwin con la historia del Arca de Noé, la pregunta capital se la hizo Tolstói: cómo una civilización autoproclamada cristiana podía vivir de acuerdo con la enseñanza moral de su maestro.
He leído en estos meses algunos ensayos maravillosos sobre Tolstói: el de Berlin en Pensadores rusos, el de Thomas Mann, el de Dimitri Merejkovski o la reseña que de la edición italiana de los Diarios hizo Claudio Magris, pero a la luz de éstos y de laCorrespondencia el más útil, por las cosas horribles que dice, es el de Cassou, un hispanista francés que leyó a Tolstói con los anteojos de fondo de botella de Unamuno. En su panfleto, Cassou le reclama su indiferencia de bárbaro ante los grandes pintores del Renacimiento sin los cuales sus novelas no se explican y lo compadece por haberlo tenido todo menos un amigo, porque sólo la amistad le da sentido religioso a la vida. Le reclama haber sido, frente a su esposa, la peor clase de sátiro, el sátiro que tras refocilarse predica el horror de la carne. Peor aún, siguiendo una indicación de Zweig, lo acusa de haber ejercido la pederastia espiritual al infiltrarse como un espía entre los niños campesinos de Yásnaia Poliana, a los que educaba, movido por la intención de robarle a Dios el secreto de la perfección encarnado en esos cristianos naturales.
Es un disparate discutir la condena de Cassou y la absolución que él mismo le ofrece a Tolstói en Astápovo. Ese ánimo colérico, dostoievskiano, puede contrastarse con un fotograma que aparece ilustrando la Correspondencia, filmado durante la agonía del escritor en la pieza del jefe de la estación. Lo han dejado yacer allí piadosamente para que crea que al fin ha realizado su sueño reparador de morir como un santo peregrino. El mundo, empero, está al tanto del dramático desenlace, los funcionarios corren y los periodistas acechan. El zar ha pedido que se le informe de lo que ocurre, hora tras hora, con el único hombre que los déspotas de todas las Rusias han admitido de buena gana como un igual de Pedro el Grande. Pero en el fotograma sólo vemos, escoltada por dos familiares, a Sofía Andréievna, muy abrigada. Es el mes de noviembre. Tras haber limpiado el vaho en el cristal, hace de su mano un cuenco y mira desde afuera, por la ventana, lo que suponemos es la escena final, el momento en que retoma su lugar como testigo absoluto de la vida y de la muerte de Lev Nikoláievich.
En el cuaderno de Maugham, esa breve bitácora de cómo y por qué amamos a los escritores rusos, se establece la máxima de que los rusos se arrepienten más de lo que pecan. Tolstói, y con esto concluyo mi reseña de los Diarios y de laCorrespondencia, abominaba el mito del sufrimiento y de su cultivo literario, y jamás creyó, como diría Maugham, que el sufrimiento mejore, refine o ennoblezca el carácter. La pobreza, el desamor o la falta de libertad no hacen mejores a los hombres. Eso creyó Tolstói, quien quizá se arrepintió más de lo que pecó.
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